lunes, 26 de noviembre de 2012

Zipaquirá, el pueblo

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Y ya que estamos en esas, hay que ir también a darse una vueltica por el pueblito de Zipaquirá. Uno de esos enclaves coloniales latinoamericanos que están muy bien cuidados, muy bien restaurados y son muy, pero muy bonitos, pues tiene fines turísticos, casi exclusivamente.
Nosotros lo que hicimos fue darle una rápida vuelta, hacer las fotos correspondientes y dar una caminata rápida por una de las dos calles que “hacen” el pueblo. Hay cosas para ver: una tiendita interesante que conserva escaparates y productos de los tiempos de Maricastaña, una casa que fue de Fulano de tal y una catedral, realmente bella, restaurada con un detalle propio de quien hace las cosas bien hechas.
Nada mejor que esto para un buen día en la Sabana Bogotana. Sobre todo por la sorpresa del final.
 
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La Catedral de Sal de Zipaquirá

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Voy a decirlo, sin que me quede nada por dentro: No es un edificio de Sal. Es decir, no se trata de una iglesia construida con cubos de sal a manera de ladrillos, no se desmorona cuando llueve, ni tiene enanitos escondidos detrás de sacos de sal, remendando los entuertos. No, toda esa fantasía que yo me había hecho en mi cabeza, no existe. Y casi lamenté haberlo constatado. Realmente yo creía que se trataba de un edificio que de alguna manera estaba hecho con sal. Lo juro.
La hermosísima catedral de Sal de Zipaquirá (una colección de cuevas dentro de una mina de sal que parecen diseñadas por Stark y) es una de esas cosas de la memoria colectiva que se parece a Bogotá, porque está allí, tanto como el Salto Ángel se parece a la Gran Sabana y NotreDame se parece a París. Recorrerla toma un poco más de una hora y media y (casi desafortunadamente) ahora exigen que ese recorrido se haga con la compañía de un guía que, en nuestro caso, solo tuvo la mejor de las intenciones.
¿Qué es? Muy sencillo: Capillas talladas en la profundidad de una mina de sal inactiva, que abarcan con exactitud todas las estaciones del vía crucis. Lo que sucede es que dicho así, no se está diciendo nada sobre su grandeza y espectacularidad. Cruces de mármol, estatuas talladas en la piedra de las minas, paredes recubiertas de sal (de sal verdadera) que bien podrían ser cascadas. En fin, espacios dedicados verdaderamente a la inmensidad de todo lo creado. Espacios que posiblemente lo reconcilian a uno con la fe, cualquiera que sea la que se tiene.
Nada, que la Catedral de Sal de Zipaquirá es esa cosa que hay que ver si uno pasa por Bogotá con las horas contadas y sólo tiene tiempo para ver una cosa.
 
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Empezar por la Zona Rosa

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Es una invención relativamente nueva. En mi viaje anterior, lo que hoy se llama con desparpajo “la zona rosa” era un espacio mucho más pequeño y menos frecuentado. Ahora es un barrio que no tiene nada que envidiarle al West Village y es lo más divertido para “salir a rumbear”.
Hacia un frio intenso, de modo que realmente no había mucha gente caminando por las aceras (hay mucho tráfico) o entrando y saliendo de un sitio a otro. Pero, la vida divertida igual se respiraba en esta cadena interminable de opciones. Nosotros entramos a un lugar muy bien montado en donde se come, se toma y se baila. Tenían una orquesta Caleña (¿de dónde más si no?) que no sonaba nada mal y de resto, tenían amabilidad. Una amabilidad que lo deja a uno maravillado: El responsable del “parqueadero”, el mesero, el portero del sitio, la señora que vende flores y uno ignora. Todos, todos sin excepción, tienen una manera educada y amable de dirigirse a uno, sin estridencias ni chistes malos. De manera correcta, andina, decente, pues.
Me encantó la Zona Rosa y su sucesión de lugares para matar la noche: Restaurantes, bares, rumbeaderos, cervecerías y sitios por el estilo, algunos de un lujo increíble, algunos sencillamente entretenidos, algunos otros, “el sitio obligado”. Pero, en todos, la sensación de estar en una ciudad donde se sabe vivir la buena vida,  es inobjetable. Punto.
 
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Santa Fe, una ciudad color ladrillo

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Salimos del aeropuerto contándonos todas las cuitas que no habíamos podido decirnos en varios años. No me di cuenta al principio, pero algo siempre llama mucho la atención en esta ciudad moderna y bonita: Es una ciudad color ladrillo. Todas las construcciones residenciales, algunos centros comerciales y la mayoría de los edificios públicos de Santa Fe de Bogotá, son edificios de ladrillos rojos y tienen una arquitectura muy particular: Son edificios discretos, sin mayores alardes “creativos”, sin esculturas, ni cascadas, ni balcones volados. Son edificios elegantes y sosegados como la mayoría de los Bogotanos.
Es una importante diferencia con nuestra alocada forma de vivir venezolana. (Y perdónenme pero no puedo evitar la comparación).  Nosotros tenemos edificios de todo tipo (algunos muy hermosos, como no) en donde lo que “importa” es la pinta exterior de la construcción. El espacio en el que vivirán los residentes es secundario. En algunas ocasiones son apartamentos de gran lujo, pero no es la norma.
En Bogotá, parece que la “escala humana” es fundamental y esa sensación se agradece enormemente. Las zonas residenciales de la capital colombiana, son espacios para que la gente viva a todo dar. Supongo que no es barato y que existen otras consideraciones que no pienso mencionar, pero dar una vuelta por Bogotá, sin salir del auto, en una primera mirada rasante, y empezar a escudriñar a partir de ahí la vida de los bogotanos, es un ejercicio de tranquilidad y buen rollo.
 
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Regreso por Bogotá

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Con el impacto de Berlín todavía fresco en la mente, desando mis pasos para regresar a casa; unos días de descanso y vagancia con amigos en París, y de allí un vuelo a la muy andina ciudad de Santa Fe de Bogotá. Uno de los grandes highlights del viaje.
Tenía muchos años sin ir a Bogotá. Una ciudad que me encanta, entre otras cosas, porque tiene mucho que ver con uno de mis grandes amores. Casi 20 años han pasado desde entonces y la verdad es que si hubiera querido una excusa para volver, realmente me la pusieron bomba: Mi queridísima Claudia, (una de esas hermanas que la vida le da a uno sin andar buscándola) tiene un par de años ejerciendo de expatriada en su propia tierra. No hay nada mejor que eso. Sus dotes proverbiales de anfitriona insuperable, la posibilidad de verla después de seis años y la emoción de volver a ver a Thomas, el hijo que yo vi nacer y que ahora es un caballerito de 7 años de edad, completó el paquete de seducciones que logró que no me importara en absoluto desviarme a Bogotá, pasarme unos días con “los Groff” y volver a recorrer la ciudad de mis memorias para redescubrirle encantos guardados.
Fue una decisión completamente acertada. Una decisión que estuvo llenecita de amor, de calidez, de planes divertidos y de conversaciones retomadas en el punto justo donde se habían quedado a pesar de la batalla con el frio intenso y alguna lluviecita. A la voz de “Quiubo Liendo….que flaco” empezó un fin de semana que no pudo ser mejor, en una ciudad que debe estar a punto de ser designada la gran ciudad de Latinoamérica.