Voy a decirlo, sin que me quede nada por dentro: No es un edificio de Sal. Es decir, no se trata de una iglesia construida con cubos de sal a manera de ladrillos, no se desmorona cuando llueve, ni tiene enanitos escondidos detrás de sacos de sal, remendando los entuertos. No, toda esa fantasía que yo me había hecho en mi cabeza, no existe. Y casi lamenté haberlo constatado. Realmente yo creía que se trataba de un edificio que de alguna manera estaba hecho con sal. Lo juro.
La hermosísima catedral de Sal de Zipaquirá (una colección de cuevas dentro de una mina de sal que parecen diseñadas por Stark y) es una de esas cosas de la memoria colectiva que se parece a Bogotá, porque está allí, tanto como el Salto Ángel se parece a la Gran Sabana y NotreDame se parece a París. Recorrerla toma un poco más de una hora y media y (casi desafortunadamente) ahora exigen que ese recorrido se haga con la compañía de un guía que, en nuestro caso, solo tuvo la mejor de las intenciones.
¿Qué es? Muy sencillo: Capillas talladas en la profundidad de una mina de sal inactiva, que abarcan con exactitud todas las estaciones del vía crucis. Lo que sucede es que dicho así, no se está diciendo nada sobre su grandeza y espectacularidad. Cruces de mármol, estatuas talladas en la piedra de las minas, paredes recubiertas de sal (de sal verdadera) que bien podrían ser cascadas. En fin, espacios dedicados verdaderamente a la inmensidad de todo lo creado. Espacios que posiblemente lo reconcilian a uno con la fe, cualquiera que sea la que se tiene.
Nada, que la Catedral de Sal de Zipaquirá es esa cosa que hay que ver si uno pasa por Bogotá con las horas contadas y sólo tiene tiempo para ver una cosa.
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