Las ciudades que logran abrirse un hueco en la memoria de las personas que las visitan, son esas que se han esmerado en meter bajo la alfombra lo que no sirve y engalanar el resto. Es mucho más sencillo de lo que muchas personas “cultivadas” creen. No hace falta hacer grandes estudios para saber que, quien va de paseo a algún sitio, lo hace buscando alguna sorpresa inesperada y alguna emoción inolvidable. Para eso, sólo hace falta ocuparse de la ciudad. Entender que las ciudades son el recipiente donde se contienen las vidas de la gente y por eso, se enferman, se recuperan, se duelen y se ponen bonitas algunas veces.
Eso creo que lo entendieron los bogotanos. Y lo expresaron de la mejor manera en ese barrio maravilloso llamado La Candelaria. Un remanso de vida, a imagen y semejanza de nuestros mayores, en el medio mismo del caos urbano que puede ser cualquier capital latinoamericana. Calles adoquinadas, aceras con brocales, casas de arquitecturas, más que coloniales, pueblerinas, color, centros culturales, restauranticos baratones, panaderías francesas (voila!) museos, iglesias e historia. Todo encerrado en unas cuantas cuadras que se recorren con un gusto, como si fueran a llevarlo a uno al paraíso. Y me perdonan la cursilería del lugar común.
Es el barrio que está alrededor del centro histórico de Bogotá, es decir, es la génesis de la ciudad; génesis que hace un tiempo fue adoptada por una fundación urbana, que se dedicó a preservar cada adoquín con esfuerzo digno de gran causa. El resultado no puede ser mejor: Cierto es que, aunque se le caiga el techo de su casa, usted no puede repararlo si no vienen a decirle como tiene que hacerlo (y cierto que eso puede ser muy fastidioso, sobre todo si el techo es el único que uno tiene) pero es la forma que consiguieron tirios y troyanos, para salvar ese pedazo de ciudad que podría haber desaparecido con el progreso y nos hubiera dejado rumiando la nostalgia de las casas caídas.
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