jueves, 13 de enero de 2011

A una vida hemos llegado

30/12/2010
Son las 4 de la madrugada. En las casillas de control del aeropuerto José Martí, un cansado guardia de seguridad, intenta por todos los medios darme una bienvenida que sea, al menos, cordial. Yo, mucho más cansado que él, entiendo poco de lo que me dice, intrigado como estoy por la sensación de encierro. Estamos, los pasajeros y el personal de seguridad del aeropuerto, en un inmenso salón que no tiene ventanas ni horizonte alguno. Filas que conducen a la casilla y muchas puertas bien cerradas. Una vez que el policía revisa mis documentos y me pregunta dos o tres tonterías sobre mi viaje y sus motivos, me toman una fotografía y me indican una puertita, que se abre al sonido de un timbre. He llegado. Resulta que detrás de esa puerta, está Cuba. La rarísima sensación de entrar a un país cruzando un dintel que no es más grande que la puerta de mi habitación, me estremece. Recogemos las maletas y, pasaporte en mano, para evitar ser revisados, caminamos hacia la salida. Por suerte, somos extranjeros. Llevamos tanto equipaje que habríamos corrido la suerte de los cubanos cargados de maletas, a quienes revisan hasta el cansancio. Lo que lamento en verdad, es no haber podido hacer más fotos.
Afuera, nuestras amigas-guías nos abrazan y nos conducen hasta un viejísimo LADA en el que salimos a recorrer, por una oscura autopista los kilómetros que nos separan de La Habana. La hora no es propicia para nada distinto a la soledad y la oscuridad; posiblemente somos el único automóvil que circula en esta dirección. Nuestras guías me adoptan instantáneamente; saben que tengo ojos curiosos, poco entrenados para la mentira. No están dispuestas a esconderme nada, me doy cuenta y lo agradezco.
Aparecen las primeras casas. Hemos entrado a La Habana por Marianao, un pueblito, o más bien una especie de urbanización, parecida a Los Rosales, en donde comienzo a notar la interesante arquitectura. En una esquina y a pesar de la hora, una diminuta mulata apura el paso al cruzar la calle. Me aventuro a afirmar que podría tratarse de una jinetera y en el carro, todos reímos de una afirmación permeada por los mitos que he venido a desterrar. Secretamente, la más joven de mis guías afirma que podría serlo y siento en ese preciso instante que estoy en las mejores manos.
Muy lentamente, a media luz, entramos a La Habana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario