Perfectamente conservadas y recreadas con asombrosa exactitud, dos barracas quedan para dar testimonio de las condiciones en que eran “alojados” los habitantes de Sachsenhausen: opresivas construcciones de madera, un poco al estilo de viejas cabañas campesinas, en las que había unas duchas colectivas (que no se podían usar todos los días) sanitarios (que no servían casi nunca) lavabos y un área para literas amontonadas, en las que dormían hasta tres personas por cama, sin facilidades de ningún tipo (nunca hubo sabanas, cobijas o almohadas).
Todo lo que acontecía en el barracón era auto gestionado. Cuando moría un prisionero, este era llevado por sus compañeros a la fila de conteo y esperaba su turno para ser contado. Si enfermaba, recibía atenciones de sus compañeros y la mayoría de las veces era retirado y asesinado. La limpieza del barracón era obligación de los detenidos y respondía a caprichosas órdenes de sus guardianes y así hasta el límite más incomprensible. La vida en Sachsenhausen (o en cualquier otro campo de concentración) era una constante prueba de supervivencia casi imposible de superar.
A pesar de estar constantemente acompañados por sus carceleros alemanes, ellos estaban allí para humillarlos. Para todo lo demás, estaban los “encargados”: Una de las figuras más polémicas de la historia de los campos de concentración. Las SS, con el objetivo de crear mayor discordia entre los detenidos, nombraban de entre ellos a un encargado del pabellón. Este detenido disfrutaba de ciertos privilegios (un poco más de comida y alguna prebenda) y tenía la obligación de vigilar el cumplimiento de las estrictas normas de los guardianes. Obviamente se tenía que convertir en traidor de su gente, pero podía salvar su vida. Un dilema moral que todavía se discute.
Esta barraca 38, por cierto, era la que se utilizó para “apiñar” a todos los prisioneros judíos antes de su traslado a Auschwitz en 1942. Realmente, “pone los pelos de punta”.
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