Entre las muchas historias que la división ha dejado flotando en el aire difícil de la Berlín unificada, quizás la de la Iglesia de Santo Tomás, merece una mención especial. Y la merece, no porque yo sea católico practicante, sino porque involucra personas como usted y como yo.
Es una de las iglesias más grandes de Berlín (si se compara con la Catedral es la segunda iglesia de la ciudad) y está situada a 5 minutos del centro. Es además una bellísima estructura de ladrillo con tanta historia como puede tener una iglesia del siglo XIX.
Pues bien, la iglesia de Santo Tomás fue separada de su barrio en el momento de la construcción del muro. Santo Tomás, a pesar de los esfuerzos que debe haber hecho su Santo Patrón, fue encerrado en el lado Occidental de la ciudad; El asunto es que sus visitantes habituales, los feligreses que atendían sus misas y ceremonias, que cuidaban y decoraban sus altares, quedaron rezagados en el lado oriental, impedidos para siempre de volver a Su iglesia. Así vivieron cuarenta años; literalmente “como capilla sin santo”.
A la reunificación, muchos de aquellos abnegados feligreses de entonces, habían muerto sin poder traspasar a sus descendientes la devoción por su templo. Los más jóvenes habían desarrollado la creencia comunista de que Dios es el opio de los pueblos. En el barrio, entonces despejado por la caída del muro, ya no había quien quisiera asistir a Santo Tomás.
Han transcurrido un poco más de 20 años. La iglesia de Santo Tomas sigue allí, sus puertas abiertas y su inmensidad hermosa lista para volver a ser un bastión de fe. Todavía, como en muchos otros lugares de una ciudad dividida, las personas no la han hecho suya, aunque hayan perdonado todo lo que les arrebataron, cuando les arrebataron esos altares.
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