Rodeando las cercas que separaban las pistas de aterrizaje del mundo urbano de Berlín devastado, los niños de la ciudad corrían tras los aviones que volaban a muy poca velocidad y altura. Alborozados, estos niños recibían otro tipo de bombardeo: Cajitas de pasas con chocolate que se lanzaban a los campos vecinos, protegidos por paracaídas de juguete. Cajitas de pasas SUN MAID que en el recuerdo de los berlineses han dado a los ejércitos norteamericanos más prestigio que todas las batallas ganadas. Sucedía en Tempelhof, el aeropuerto que Hittler había hecho remozar en 1931, para convertirlo en el aeropuerto más grande del planeta: la puerta de entrada a su fabulosa Germania, la ciudad que sería la capital del mundo.
Construido en 1921 como aeropuerto comercial de Berlín, siempre mantuvo el conflictivo título de ser el más importante del mundo y el primero dedicado realmente a la aviación comercial. No es cierto, pero para Hittler y su combo, era un titulo que no podía discutirse.
Es gigantesco, es un bello edificio post moderno y está completamente vacío; no funciona sino como eventual parque de bicicletas y pista de trote o patinaje, o como sitio de espectáculos y no puede tumbarse pues los berlineses votaron para protegerlo. Nadie sabe qué hacer con eso.
Es, también la prueba de la ignominia, de los sueños descabellados de un monstruo llamado Adolf Hittler y el recuerdo más vivo del puente aéreo: Los once meses en que los Berlineses recibían comida y otras necesidades, porque los aviones de países amigos los lanzaban a los campos de Tempelhoff mientras el mundo civilizado mantenía un bloqueo inhumano.
Por ahí pude ver que, en verano, hacen una competencia de cometas y volantines en sus pistas. Me dio cierta tranquilidad. Parece que vuelven a volar las libertades de colores desde el cielo de Tempelhof. Señal de que avanzamos, Sancho.
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