He dejado para el final, lo que probablemente sea todavía el recuerdo más doloroso y menos amable con el que conviven los Berlineses. Muchos han logrado superar los años del Holocausto, algunos han podido traspasar con éxito la sospecha (o la certeza) de que sus familias fueron Nazis, otros han pasado la página de la guerra hasta enmudecer. Lo que muy pocos han conseguido realmente, es superar la vergüenza del Muro de Berlín y eso se siente en cada esquina.
A pesar de haber “caído” oficialmente en 1989, el muro está presente en todo Berlín. Bien sea como camino marcado por adoquines, como marcas que señalan una particular historia, como restos de pared puestos en algunos sitios emblemáticos; o sencillamente como pedazos del muro verdadero dejados allí para que no se les ocurra empezar a olvidar.
Es una historia harto conocida: en 1961 (el 12 de agosto para ser exactos) las autoridades del bloque oriental (soviético) es decir, de la Republica Democrática Alemana, iniciaron la construcción de una barrera que, físicamente, impidiera a los Berlineses emigrar libremente a la Republica Federal Alemana en busca de mejores oportunidades. Para el amanecer del día 13 casi todo el muro estaba construido provisionalmente y Berlín era custodiado por cinco mil efectivos de la Policía Popular que habían cortado el tráfico de trenes y tranvías entre ambas ciudades, e impedían el paso libre de vehículos particulares y transporte público. Esa barrera, que comenzó siendo una alambrada que impedía el paso libre entre ambas naciones (que en realidad eran una sola) se convirtió en una sofisticada pared construida en hormigón armado, reforzada con cables de acero en su interior y provista de los últimos adelantos tecnológicos de vigilancia territorial que, no solo dividió a Alemania oficialmente en dos mitades (a Berlín primeramente) sino que cegó la vida de 270 personas inocentes que intentaron cruzarlo y fueron descubiertos. Eran 45 kilómetros de muro que dividían Berlín y 115 kilómetros que separaban la parte occidental de la ciudad del territorio de la Republica Democrática Alemana. En los lugares más complicados, el muro se acompañaba con el corredor de la muerte: Alambradas electrificadas, guardias que disparaban a la menor provocación, carreteras por las que solo podían circular patrullas de vigilancia armadas; y sin embargo, a pesar de eso, algunos puntos de control permitían, bajo férreas medidas, que los ciudadanos circularan con cierta libertad entre el lado Oeste y el lado Este de Berlín, hasta que el 1 de Junio de 1962 ya no se podía entrar a la RDA desde el lado Oeste de Berlín. Más tarde toda comunicación entre ambas ciudades fue cortada. Muchas familias no pudieron volverse a ver durante 28 años y muchas historias de horror empezaron a escribirse en una ciudad que estaba azotada por todo el odio de la humanidad.
Fueron 28 años de dura subsistencia. La Republica Federal Alemana (integrada por “el botín de guerra” que recibieron los franceses, ingleses y norteamericanos aliados) empezaba a crecer bajo la protección de sus gobiernos amigos, mientras que la otra Berlín, la otra Alemania, sometida al estropicio comunista de las Republicas Soviéticas, estaba encerrada tras un muro que no permitía mayores visiones de futuro. El Muro de Berlín era básicamente una construcción circular que encerraba como a un corral a quienes estaban libres: La Republica Federal Alemana metida dentro de aquel círculo de concreto, era la Alemania “libre”. Los que estaban del lado fuera del muro eran los que habitaban la Republica Democrática Alemana. Difícil de entender hasta para quien conoce la historia.
En cualquier recorrido por Berlín, el muro saldrá al encuentro de su paseo. Pero, la mejor manera de entender lo que significaba es, hoy en día, un museo al aire libre: The East Side Gallery. Cuando el muro cayó, alguien se empeñó en conservar un poco más de un kilometro de lo que había sido, e invitó a un grupo de renombrados artistas plásticos para que plasmaran sus ideas sobre el muro, en los restos de pared. El resultado es un paseo lleno de optimismo que, aunque no opaca el dolor de saber que esas paredes, hoy alegres y pintarrajeadas, fueron una vez escenario de la mayor indignidad, por lo menos nos recuerda que todo es posible con un poquito de ganas y de hartazgo.
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