Son cuadras de iglesias, conventos, hoteles, edificios de todos los estilos, plazas, parquecitos, fuentes y un sin fin de miriñaques que lo hacen un recodo de belleza en medio de gente que apresurada regresa a sus hogares, puebla sus oficinas o sencillamente se anota a la lucha diaria de la sobrevivencia.
Por suerte, tuve mucho tiempo para conocer La Habana Vieja y pude desgranarla lentamente entre mis dedos, desde el primer café el día de mi llegada hasta el último desayuno en el Hotel Inglaterra el día previo a la partida. Es una historia que prefiero contar casa por casa. Es la lenta historia del encantamiento que fue creciendo al compás de una flauta maravillosa que ora se transformaba en comparsa, ora se convertía en el son que no se ha ido o en la cara de transa que pasa a mi lado.
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