No es otra cosa que lo que es y sin embargo, antes de conocerlo, se corre el riesgo de pensarlo como el sitio más necesario e importante de la ciudad y por lo tanto, imaginarlo grandioso. En realidad sólo es extenso, no tiene ninguna gracia distinta a la que le confiere su nombre y sirve más para proteger la ciudad de los embates de la naturaleza, que como escenario para experiencias inolvidables; no obstante se viven y se agregan al mito. Es el malecón y no puede obviarse.
No pude fijarme en donde empieza ni en donde termina, pues está allí y es una presencia tangible y cierta como el azul intenso del mar de la bahía. Nadie supo decirme cuanto mide y puestos a describirlo, los nativos lo señalan con el dedo dándole la importancia que se le puede dar a unos cuantos kilómetros de concreto y una fuerte pared que separa la ciudad del mar. Posiblemente empieza (o termina) frente a La Habana Vieja y desde allí va mucho más lejos para bordear casi al completo la cara de la ciudad que de otra manera estaría bañada por el mar, y en toda esa extensión transcurren varias vidas: La del visitante que, a falta de mejores planes, se sienta sobre el muro a ver repiquetear el mar; la del cubano que pesca desafiante lo que bien puede ser el almuerzo de mañana; la del muchacho que, sin un peso en el bolsillo, se niega a dejar morir la noche; la del especulador que intenta vender los últimos habanos mal habidos; la de los enamorados sin cuarto; la del turista que busca alguna emoción pecaminosa; la del cubano que busca algunos pesos para completar el día. La de todos.
No alberga actividad “oficial”, restaurantes, cafés o atracciones de otro tipo. Además, en esta ocasión, como es invierno, tampoco hay demasiada gente poblándolo. Sirve para recordar que estamos en una isla; nos permite volver a ver la foto que siempre vemos cuando hablamos de La Habana y sobre todo, sirve para que cada quien se haga su particular fantasía y la cuente como quiera. Es El Malecón de La Habana. Tiene nombre y apellido.
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