martes, 11 de septiembre de 2012

Bye, Bye, señor

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Fue tan violento y desagradable que al principio no entendí ni lo que decía, ni el apretón de manos que pretendía no se cual imposible simpatía, ni lo que estaba sucediendo a nuestro alrededor en lo que habíamos escogido como marco para una noche feliz y distendida en Bruselas.
Lo entendí muchísimo menos, cuando comprendí que pocas horas antes me había lanzado toda una teoría sobre la simpatía sin par de los belgas y que tengo estándares muy precisos para medir lo que debe suceder en un país extranjero cuando de visitantes se trata. Hoy, cuando lo cuento, sigo sin entenderlo; pero, estoy seguro que fue uno de los desplantes más groseros y desagradables que he vivido en lugar alguno, después de Rusia.
Terminado el paseo exhaustivo por el centro de noche y un poco hartos de cuanta chuchería habíamos podido conseguir en el camino, decidimos finalmente, ir a comernos nuestra ollita de mejillones. A ver, todo el mundo te dice que no puedes salir de Bruselas sin comerlos, no te queda otra opción que buscar donde. Y ese fue el problema. Escogimos un donde tan equivocado, que debería quedar para siempre en las listas de viajeros, como sitio al que nunca se debe ir. Es el restaurante Le Petit Bedon, en el centro de Bruselas, en la famosa calle de los mejillones.
Lo escogimos por nada en particular. Nos llamó la atención sobre otros muchos, (obra del destino). Entramos, ocupamos una mesa sin nada en especial y comenzamos a darnos cuenta que en realidad no teníamos tanta hambre. Que posiblemente, para los cuatro, lo mejor era pedir una botella de vino, algunas de las cosas que la carta probablemente ofrecía como aperitivos y un par de órdenes completas de mejillones con papas fritas para compartir entre todos. Yo, que seguía insistiendo en la calidad de la cerveza belga quería, además, una cerveza muy fría. Lo demás era pasar un buen rato hablando tonterías y tomando vino y cerveza.
Allí empezó la desgracia de una noche infeliz: nuestro mesero, que ya había preguntado en qué idioma hablábamos, era un hombre alto y delgado con mucha pinta de árabe como para ser de otro sitio. Nos ayudó a instalarnos, nos dio las cartas y regresó a los pocos minutos diciendo, como hecho cumplido, que traería 4 órdenes de mejillones. Yo le miré y, amablemente, me sonreí para explicarle lo que deseábamos realmente y, por decir algo, empecé diciendo que verdaderamente no teníamos mucha hambre y que pediríamos otras cosas.
Enseguida el hombre se acercó demasiado, intento estrechar mi mano en un gesto que no entendí y me dijo, sin más ni más: SO, Bye Bye Señor. Yo no alcancé a comprender lo que pasaba y me reí para seguirle el juego de forma condescendiente. El mesero empezó a recoger la mesa, a levantar los vasos y a despedirnos, diciendo que si no pedíamos las 4 órdenes del menú, teníamos que irnos. Todo en muy mal ingles y sin reparar en la posibilidad de una cuenta que probablemente iba a ser más alta que 4 ollitas de mejillones.
Entre lo que marca mi carácter irascible, esa es una de las ofensas más graves que puedo recibir. Posiblemente, lo que me libra de matar a alguien que haga semejante desplante, sea el poco de raciocinio que me queda útil. Me levanté de la mesa y a grito herido, le di una insultada precisa en perfecto inglés. El resto de los comensales se sorprendieron de mis gritos, pero quizás no comprendieron nada ellos tampoco. El mesero impresentable no se dio por aludido.
Salimos del lugar, con el ánimo descompuesto, e intentamos caminar en la noche de esa calle ahora infame, para ver si nos volvía el alma al cuerpo. Detenidos como bobos en una esquina de la noche, mire de nuevo hacia Le Petit Bedon y caminé con el cuerpo encendido y la rabia en su justo lugar. Me detuve en el medio del comedor, entre algunos clientes que terminaban su cena, y tome todo el aire que me cabía en los pulmones. Entonces le caí a insultos a todo el que quisiera escucharme. Duro unos tres o cuatro minutos, pero me sirvió para perdonarle la vida a ese árabe desgraciado y macilento.
Nos fuimos sin comer y nos quedó para siempre el disgusto de haber ido a Bruselas y no haber probado las “Moules frittes”. Lo que realmente lamenté después, es que todo ese desagrado había sido causado por un árabe, un gentilicio que cada vez está más y más desprestigiado…por su culpa, por su culpa y por su grandísima culpa.

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