Pequeñita, enclavada en una roca llena de acantilados y casitas pintadas de blanco, Hydra es la verdadera isla griega que todos anhelamos conocer. Desde el atracadero ya sabemos que hemos llegado al sitio que buscábamos; con prisa de recién llegados nos vamos a una amplia terraza a orilla del mar, donde almorzamos bien atendidos por un mesero que alguna vez tuvo una novia maracucha. Después de comer, salimos en búsqueda de una playa, que en el caso de esta isla, tiene que ser más bien un acantilado pues aquí si que no hay ni un centímetro de arena.
Caminamos un rato hasta que divisamos un tranquilo recodo de mar, con una terraza de concreto en la que echarnos al sol. Pocos visitantes comparten el espacio, vamos hacia allá sin demora y pasamos un par de fantásticas horas nadando en el profundo mar y tomando un poco de sol.
Terminado el tiempo de baños, emprendemos camino al descubrimiento de HYDRA: La sorpresa es mayúscula, estamos en un lugar inolvidable en el que la gente transita las distancias largas a lomo de burro, pues el trafico automotor está prohibido. Callecitas empedradas, elegantes tiendecitas, galerías de arte, teatros y un autentico aire de sofisticación nos deleitan. El atardecer nos sorprende frente al mar y la conversación ayuda a la perfección del momento; lamentablemente muy pronto llega la hora de regresar a Atenas y poner fin a nuestra estadía. Mañana en la madrugada nos vamos de boda.
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