Sabemos que estamos frente al manto santo porque un Santón (equivalente musulmán al beato nuestro) canta versos del Corán las 24 horas del día instalado tras un púlpito de madera bajo un calor sofocante. (O es perdonado para siempre, o Mahoma está un poco chalado). Tras de si, un vidrio de seguridad permite ver la cámara donde se guarda el manto santo que llevó el mismo Mahoma durante su estancia entre los vivos; pero el manto, lo que se llama “el manto”, no se muestra a nuestros incrédulos ojos pecadores.
Un poco más allá, una exhibición muy particular arranca risitas nuestras y miradas reprobatorias de los musulmanes que contemplan extasiados su presencia: Se trata de algunos pelos de la barba de Mahoma, un diente que juran fue suyo, una carta de su puño y letra y la impresión de su huella. Nosotros, mundanos atrevidos, no podemos menos que dudar de tanta santidad y nos permitimos la infidencia de comentarlo. Sin embargo, hemos estado cerca de Mahoma por un ratito y estoy seguro que, de saber rezar en lengua árabe, lo habríamos hecho, aunque fuera para exorcizar el pecado cometido.
Salimos convencidos de haber presenciado un acto de fe, pero no será el único. Es hora de entrar al Harem.
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