La autopista por la que avanzamos hasta Goreme está bordeada de extensas llanuras cuyo verdor asombra. Sembradíos de remolacha, trigo y grandes extensiones de pastos perfectamente cuidados, se alumbran cada tanto con inmensos campos de girasoles en flor y pequeñas casitas de agricultores, casi todas pintadas en tonos que van del color arena al amarillo ocre. No hay ninguna casa cuya fachada sea de otro color. Poco a poco dejamos atrás las fértiles llanuras para comenzar a descubrir el insólito paisaje árido y rocoso que identifica Capadoccia y las siluetas de amenazadores volcanes, vigilantes responsables de la formación de estos parajes. Atravesamos pequeños pueblecitos en los que la vida parece estar comenzando y en todos los sitios, ancianas vestidas al estilo más tradicional, voltean al paso de la van y nos miran. Lo que hasta ahora hemos visto por las ventanas de nuestra van es increíble. Estamos llegando a Capadoccia.
martes, 8 de septiembre de 2009
Un lugar como ningùn otro
La autopista por la que avanzamos hasta Goreme está bordeada de extensas llanuras cuyo verdor asombra. Sembradíos de remolacha, trigo y grandes extensiones de pastos perfectamente cuidados, se alumbran cada tanto con inmensos campos de girasoles en flor y pequeñas casitas de agricultores, casi todas pintadas en tonos que van del color arena al amarillo ocre. No hay ninguna casa cuya fachada sea de otro color. Poco a poco dejamos atrás las fértiles llanuras para comenzar a descubrir el insólito paisaje árido y rocoso que identifica Capadoccia y las siluetas de amenazadores volcanes, vigilantes responsables de la formación de estos parajes. Atravesamos pequeños pueblecitos en los que la vida parece estar comenzando y en todos los sitios, ancianas vestidas al estilo más tradicional, voltean al paso de la van y nos miran. Lo que hasta ahora hemos visto por las ventanas de nuestra van es increíble. Estamos llegando a Capadoccia.
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