Bajamos del barco a las 2 de la tarde y un autobús nos deja en el centro de la ciudad. Nuestra primera impresión es la de estar en un pueblo fantasma. No hay nada abierto, nadie caminando bajo el agobiante calor y ni un sólo taxi en la calle.
Queremos ir a la playa y justo cuando estamos apunto de echar a andar hacia una esquina de mar, aparece un taxi. Lo primero, enterarnos del motivo de la soledad: El onomástico de La Virgen, nada trivial para este pueblo, por cierto. Lo segundo: estamos yendo a una playa de la que no sabemos ni el nombre, guiados por un taxista neo nazi, intolerante y enemigo de todo lo que no se parezca a él. Lo tercero: escuchar con desagrado su cháchara insoportable, en la que despotricó a gusto de musulmanes, negros, orientales y rusos pobres y ricos, en cualquier orden y sin distinción. En algún momento se confesó atraído por las mujeres latinas que ha visto en telenovelas, pero de resto, dio muestras de odiar la humanidad. Nos deja en una playita más bien lamentable, en la que pasamos algunas horas, para regresar al barco con la sensación de haber perdido el tiempo en una ciudad que nos ha parecido innecesario visitar.
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