Es la una de la madrugada, con apenas segundos logré montarme en el último tren de la noche. Mañana, muy temprano, saldré de París con destino a Londres. Se impone terminar de arreglar mis cosas, preparar el equipaje y dormir un poco. Por esta vez, ha terminado París. Ha terminado como yo quería que terminara, sin fotos, sin destino turístico, en la acompañada soledad de mis emociones y tan en grande como mi presupuesto recatado lo permite. He ido a cenar temprano, me he metido en un barcete de barrio, me he tomado un par de tragos y me he caminado en fascinación, las calles de Le Marais hasta que pude estirar la salida del metro. Habría podido amanecer en esto.
Por esta vez, se acaba París. Fue bueno y es que así sea. Estoy seguro que mil recodos de belleza se han quedado para una segunda vez, que muchos secretos no me han sido develados, que muchas sorpresas me esperan a la vuelta de un nuevo atrevimiento. Mi primer viaje a París, esa cosa impostergable que me quitaba el sueño, se ha cumplido cuando el último clochard en irse a esconder, ha salido corriendo de la estación Cambrone y me ha dado paso.
Lentamente recorro las calles del barrio que acunó mis descubrimientos, sólo y casi fantasmal a esta hora de la noche. Tras algunas puertas, algunas luces, las voces que narran el día en una lengua que no entiendo. Detrás de todo, yo y mi vida. Yo y mi tiempos, Yo y la emoción que se desborda por lo bailao. Sentado en una esquina de la Rue de Commerc e, apuro un cigarrillo más y al terminarlo, empiezo a caminar hasta mi Rue Cambrone. Este paisaje será mío para siempre.
Au Revoir, Paris.
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