Fue fácil llegar hasta Mohkovaya Ulisa y encontrar el extraño sitio al que me han enviado desde el hotel. Lo que no fue fácil fue permear la intransigencia Rusa y lograr que me sirvieran comida y cobraran su precio.
No entiendo nada. Básicamente, no entiendo que se nieguen a recibir un posible cliente, se nieguen a hacer un esfuerzo por entender y se nieguen a sentar en su mesa a alguien que no habla su lengua. No lo entiendo.
Llegué con exactitud a la hora que me habían sugerido en el hotel, entré al edificio, subí los dos pisos y allí estaba: un amplio salón, con varias mesas colectivas y algunas personas comiendo en silencio. Me senté, pasaron unos minutos y nadie venia, entonces me acerqué a lo que yo creía era una especie de mesa de servicio. Un señor muy poco amable, salió a mi encuentro. Intenté hablarle en inglés, el tipo me hizo un gesto como de desprecio. Me arriesgué una segunda vez y el gesto fue aun mayor, acompañado con palabras que no pude entender. Hablé una tercera vez, con gestos suficientemente claros que indicaban “ganas de comer”. El señor salió de su mesa, me sujetó por mi brazo izquierdo y me sacó del lugar. Así, como quien bota algo que no le sirve.
Me quedé estupefacto en el medio de un pasillo horrendo. Sentí que me caía encima la rabia de muchos días. Me regresé, me paré frente a él, lo miré y lo insulté. Lo puse verde a insultos en perfecto español. Le dije literalmente, “hasta del mal que tendrá que morir” sin levantar la voz, sin cambiar la sonrisa de mi cara y sin que el supiera lo que yo estaba diciendo. El tipo me escuchó, como quien escucha a un loco y en mi primer silencio, repitió el desagradable gesto de “largo de aquí”. Una última mentada de madre, que él debe haber interpretado como una despedida cordial y salí caminando. Entonces sentí el alivio de la venganza.
En aquella andanada de insultos, he dejado salir todos los días de incomodidad que me han hecho vivir esta gente tan odiosa.
No entiendo nada. Básicamente, no entiendo que se nieguen a recibir un posible cliente, se nieguen a hacer un esfuerzo por entender y se nieguen a sentar en su mesa a alguien que no habla su lengua. No lo entiendo.
Llegué con exactitud a la hora que me habían sugerido en el hotel, entré al edificio, subí los dos pisos y allí estaba: un amplio salón, con varias mesas colectivas y algunas personas comiendo en silencio. Me senté, pasaron unos minutos y nadie venia, entonces me acerqué a lo que yo creía era una especie de mesa de servicio. Un señor muy poco amable, salió a mi encuentro. Intenté hablarle en inglés, el tipo me hizo un gesto como de desprecio. Me arriesgué una segunda vez y el gesto fue aun mayor, acompañado con palabras que no pude entender. Hablé una tercera vez, con gestos suficientemente claros que indicaban “ganas de comer”. El señor salió de su mesa, me sujetó por mi brazo izquierdo y me sacó del lugar. Así, como quien bota algo que no le sirve.
Me quedé estupefacto en el medio de un pasillo horrendo. Sentí que me caía encima la rabia de muchos días. Me regresé, me paré frente a él, lo miré y lo insulté. Lo puse verde a insultos en perfecto español. Le dije literalmente, “hasta del mal que tendrá que morir” sin levantar la voz, sin cambiar la sonrisa de mi cara y sin que el supiera lo que yo estaba diciendo. El tipo me escuchó, como quien escucha a un loco y en mi primer silencio, repitió el desagradable gesto de “largo de aquí”. Una última mentada de madre, que él debe haber interpretado como una despedida cordial y salí caminando. Entonces sentí el alivio de la venganza.
En aquella andanada de insultos, he dejado salir todos los días de incomodidad que me han hecho vivir esta gente tan odiosa.
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