Hay que tomárselo con calma. El Ermitage está tan bien concebido, que el clima de sus salas empieza a ser cada vez menos ostentoso a medida que vamos dejando atrás a los clásicos; es como si de pronto el museo empezara a calmarse un poco. Las sedas rojas de las paredes, los enormes candelabros, los estucos dorados, las puertas recamadas de molduras, los pisos de palo de rosa marqueteado, los relieves de los techos, las bóvedas pintadas por maestros italianos, las columnas corintias de mármol de carrara; todo, empieza a suavizarse. Comienzan a aparecer paredes beige claro, ventanas muy amplias, vistas al río, pisos de madera de pino que parecen haber llegado hasta allí ayer mismo. Las puertas, abiertas, se confunden con el marco de las paredes y así, en aquella especie de calma recobrada, aparece la sala dedicada a “los modernos” Picasso y Mattisse entre otros muchos titanes del arte del siglo XIX y XX. Es el oasis, increíblemente se recobra una sensación de paz, de lugar conocido; mientras en las paredes, obras tan importantes como “El encuentro entre dos hermanas” de Picasso contempla a los visitantes desde su nicho particular.
Han pasado siete horas. Siete horas para escudriñar una leyenda que conocía desde hace años y que sólo necesitaba ver. El edificio verde, el lujo sin limites, los 30 y pico mil cuadros y obras de arte y todo lo que es El ERMITAGE merecen cada minuto allí transcurrido. Son más de las cinco de la tarde cuando bajo una de las grandes escaleras que conducen a la salida.
Estoy en una nube, literalmente.
Han pasado siete horas. Siete horas para escudriñar una leyenda que conocía desde hace años y que sólo necesitaba ver. El edificio verde, el lujo sin limites, los 30 y pico mil cuadros y obras de arte y todo lo que es El ERMITAGE merecen cada minuto allí transcurrido. Son más de las cinco de la tarde cuando bajo una de las grandes escaleras que conducen a la salida.
Estoy en una nube, literalmente.
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