Hace menos de dos horas que llegué a esta magnifica ciudad. Tímidamente, me atrevo a recorrer las calles más cercanas, los sitios que por la próxima semana serán mi paisaje. Lentamente me voy dando cuenta que la bienvenida es mía, que no necesito preocuparme ni sentir temor alguno. Sólo unos largos minutos de vidrieras, croissants, heladerías y belleza me hacen entrar en confianza. A tientas, comienzo a buscar el símbolo por excelencia. Lo sé muy cercano.
Después de caminar algunas 6 o 7 cuadras, una curiosa mirada lo muestra a distancia: La Torre Eiffell; lo mismo que ir a Roma y ver al Papa (que no siempre es posible). Poco a poco, mientras empieza a atardecer, me acerco a verla.
No sé si hay otra palabra menos común que imponente para describirla. Está allí, ante mis ojos y parece tener vida propia. Me sorprendo al verla pintada de marrón, un color muy feo, pero supongo que me sorprende porque siempre la pensé del color del acero, ni sé por qué. Ahora sí, ahora sí sé que he llegado finalmente a una ciudad muchas veces postergada. Puedo, en un solo minuto sentir los lugares comunes de la humanidad y no, no hay palabras nuevas.
Después de caminar algunas 6 o 7 cuadras, una curiosa mirada lo muestra a distancia: La Torre Eiffell; lo mismo que ir a Roma y ver al Papa (que no siempre es posible). Poco a poco, mientras empieza a atardecer, me acerco a verla.
No sé si hay otra palabra menos común que imponente para describirla. Está allí, ante mis ojos y parece tener vida propia. Me sorprendo al verla pintada de marrón, un color muy feo, pero supongo que me sorprende porque siempre la pensé del color del acero, ni sé por qué. Ahora sí, ahora sí sé que he llegado finalmente a una ciudad muchas veces postergada. Puedo, en un solo minuto sentir los lugares comunes de la humanidad y no, no hay palabras nuevas.
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