miércoles, 7 de septiembre de 2011

La sortija de lata

Me abordó en una esquina del Puente de Alejandro III, en camino a Los Inválidos. Yo, descuidado por completo, estaba tomando fotos cuando sentí que me tocaban el hombro. Volteé para ver una mujer joven y muy blanca (con pinta de Europa del este y que me perdonen) que me mostraba una sortija de resplandeciente oro rosado, gruesa y voluminosa. Me preguntó, en mal inglés, si era mía. Sin tiempo para pensar en nada y sin saber lo que hacía, le dije que sí, la guardé y le di las gracias.
Bien hecho…el mal rato que siguió me lo merezco por ambicioso y por avaro. Al principio la mujer me dejó ir, sonreída señalando el sitio donde yo había “perdido” mi sortija; pero unos segundos después, la escuche pedirme dinero para comer. Aun sin entender mucho, saqué dos euros y se los di, pensando que hacía un buen negocio comprando aquella lustrosa sortija por esa cantidad tan baja. Pues bien, la tipa se enfureció e intentó perseguirme, pidiéndome más dinero para comer, suficiente dinero para un sándwich y una Coca Cola (eso quiere decir, 10 euros por lo menos). Se puso medio agresiva, cercándome el paso y tratando de acercarse peligrosamente a mi bolso. Por suerte, ni ella hablaba una lengua decente, ni yo entendía mucho lo que pasaba en realidad y pude mantenerme calmado.
Estaba siendo víctima de la célebre “estafa de la sortija”. Como definitivamente gozo de la protección divina, en el momento en que trataba de poner a salvo mi cartera y mi cámara, un grupo de policías apareció como por arte de magia. La mujer salió corriendo al encuentro de su cómplice y los policías se limitaron a ver la escena sin intervenir. Yo, con la sortija en un bolsillo, sentí que el mundo se me caía en pedazos. Apagué la cámara y rápidamente caminé hasta la Explanada de los Inválidos, sintiéndome el mayor imbécil de este mundo. Después de la visita a Los Inválidos, regresé a la misma esquina y dejé la sortija en el piso esperando, con eso, dejar allí mi malestar por haber dejado salir el demonio de la avaricia.
Esa noche me enteré, por una conversación casual con amigos, que la sortija no era de oro, (lo parecía bastante) y que ese era el juego preferido de los rumanos inmigrantes en el verano parisino. Tengo que agradecer que sólo me costara 2 Euros.

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