Seguimos en la buena racha de los hoteles (Dios bendiga a Booking.com). La razón por la que teníamos que llamarlos por teléfono al llegar es porque, en realidad, no nos íbamos a hospedar en un hotel formalmente montado como tal cosa. Es decir, no recepción abierta 24 horas, ni personal a nuestro servicio: habíamos alquilado, por internet, un apartamento con todas las comodidades e independencia de un apartamento y, de veras, la impresión fue total. Se trataba de un apartamentazo con cocina, salón comedor y dos habitaciones en el que habría que dejar caer una cucaracha mal intencionada para encontrarle defectos.
Nos recibió el dueño, o administrador, o encargado, o lo que haya sido: un amabilísimo muchacho original de Guyana con más de 20 años de residencia en Ámsterdam. Un tipo encantador perfectamente imbuido en su tema de “hombre de negocios”, que nos tenía todo preparado: Mapas, guías, cuentas (muy claras por cierto) e indicaciones. Fijamos la hora y el día de salida, pagamos lo que teníamos que pagar y Rafi, se despidió poniéndose a la orden, pero con la seguridad de que no nos veríamos hasta la salida. (Así fue, aunque lo molestamos un poquitín con la lavadora-secadora que nunca habíamos visto como funcionaba y logramos poner en marcha)
Entonces me asomé al enorme ventanal y descubrí el mejor encanto de nuestro alojamiento: teníamos vista a uno de los canales más importantes de la ciudad; hacia cualquier lugar que mirábamos sólo veíamos la vida de la capital: Un gran canal cruzado eventualmente por algún bote paseandero, y un par de estrechas callecitas surcadas impepinablemente por todo tipo de gente en bicicletas. Un tema para hablar, cuando se habla de Ámsterdam.
Si la primera impresión es la que cuenta, entonces, de aquí en adelante, vamos a pasarla muy bien, sin duda.
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