Llegamos a Ámsterdam alrededor de mediodía. Habíamos desayunado fabulosamente en Brujas, regresado a Bruselas a recoger el equipaje guardado en la Posada y abordado un nuevo Thalys que nos llevaría a Ámsterdam, la capital oficial de Los Países Bajos, aunque no la sede del gobierno, monarquía o tribunales de Justicia, que están en La Haya. Digamos que es más bien, una capital “oficial” con más nombre que utilidad. Sin embargo, y sin duda alguna, es la ciudad más importante, la más conocida y el principal centro financiero y comercial. Es decir, es la capital y punto y los que prefieran irse a vivir a La Haya, que vayan con Dios y se diviertan mucho.
Pequeña digresión informativa aparte, contaba que llegamos a Ámsterdam después de un agradabilísimo viaje en Thalys, en donde gracias a una de esas ofertas de última hora, terminamos viajando en Primera clase, comiendo como príncipes y muy contentos por el trayecto de casi hora y media desde Bruselas.
Nos bajamos en la Estación Central e inmediatamente nos comunicamos con la gente del hotel para cumplir con un trámite (más bien una exigencia) que hasta ese momento no entendíamos muy bien. Alcanzamos la calle y miramos hacia atrás: la llegada a Ámsterdam usando la estación central, (única opción si viajas en tren) es la llegada a un esplendido terminal, construido al pie de la Bahía, en pleno siglo XIX, al que lo sirven todas las líneas de tranvía, metro y autobuses de la ciudad. No hay forma de perderse ni de despistarse, a menos que todos sean como yo, que indefectiblemente donde debe tomar a la derecha, toma hacia la izquierda y se pierde.
Un amable señor nos indicó el tranvía que nos hacía falta para acercarnos al hotel (muy “allí mismito”) y con sol en la cara y el mejor humor posible, echamos a andar hacia un nuevo destino: Ámsterdam, la ciudad más tolerante del mundo.
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