Al salir de la casa de Ana Frank y en búsqueda de unos minutos para procesar esa fuerte información, camino hacia una esquina sobre la que hay una especie de placita, o espacio de granito blanco, en forma de triángulos sobrepuestos, que invita a sentarse un rato y contemplar el canal. No tiene otro símbolo, no tiene ningún otro distintivo. De pronto, volteo a mirar el alrededor de la placita y me doy cuenta que se trata de un sitio dedicado a algo, básicamente porque hay ramos de flores secándose sobre las losas de granito. Al fin descubro de que se trata: es el Homomonument, un monumento, construido por la ciudad, para reivindicar a todos aquellos hombres y mujeres que han sido discriminados, rechazados e incluso asesinados a lo largo de los siglos, debido a su condición sexual.
Me sorprende y me agrada. Creo que es el único monumento formal a la homosexualidad que hay en el mundo (en algunas ciudades hay sitios para recordar hechos puntuales relacionados con la condición sexual de algunas personas en particular, pero no recuerdo haber conocido un monumento especifico) y creo que se trata de un muy merecido reconocimiento, por parte de un gobierno que, aunque reposa sobre los hombros de una dinastía reinante y una Reina con aspecto conservador, está lo suficientemente claro de que lo más importante es tolerar diferencias y en ello hasta ahora, salen campeones.
Me siento un rato en la plaza del Homomonument y allí espero que el ánimo conmovido de Ana Frank se vuelva a poner festivo porque me parece que han aprendido la lección.
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