Nunca he creído en la historia de la pobre puta maltratada y triste. No niego que existan y me parece todo un problema social de inmensa gravedad, pero también siento que eso pertenece a un sub mundo propio de países como el nuestro, o los mas retorcidos villorrios asiáticos. Esa no es la prostitución que se muestra en Europa, y muchísimo menos, en Ámsterdam, donde han logrado convertir a la puta de la calle, en una versión casi sofisticada de la anfitriona del país.
Una anfitriona que viene de todas partes del mundo, no se le critica a voz alzada y poco a poco va amalgamándose en el paisaje urbano de una ciudad que ofrece tanto como tanto le pidan. Es lo que es, para nadie es un escándalo y me pareció que, para los holandeses, no es más que un sitio al que se podría ir alguna tarde, si los turistas lo permiten.
Las hay de todos los colores, sabores y formas. En una esquina, una negra regordeta, mayor de 50 años exhibe sus carnes bajo un ajustado y horrible conjuntico de falda y sostén blanco; casi al frente una señora, de unos 38 años, abre y cierra sus piernas con picardía para mostrar que bajo el austero vestido camisero negro, no hay ropa interior alguna. Más allá una jovencísima estudiante de algo, revisa cuadernos enfundada en un jean y una camiseta rosada muy holgada para la gracia. En la siguiente cuadra un mujeron, operada de pies a cabeza, cubiertos sus pezones y su entrepierna por un micro pedacito de tela negra, se contorsiona para enseñar un cuerpo perfecto y una tez demasiado bronceada, mientras que, puerta de por medio, una anciana con tetas que llegan literalmente más abajo del ombligo, restriega sus carnes ajadas con decenas de perlas plásticas.
Pagan entre 80 y 120 euros diarios por el alquiler del cubículo y ejercen su oficio tantas horas como les provoque. El único documento que les exigen para ello es un pasaporte vigente de la Comunidad Europea. En apariencia, no tienen a nadie que las controle y casi nunca mezclan sexo con placeres de otro tipo. Diseminadas aquí y allá, algunas transformistas exhiben el encanto de ambos mundos y entre esas cortinas rojas tan famosas, de vez en cuando se cuela una bandera de arco iris.
Yo recuerdo que, en mi época, la zona de las putas se llamaba zona de tolerancia, una palabra que de tanto señalar un pecado, se había convertido en mala. Quieren los tiempos que empecemos a despojar la tolerancia de su significado pecaminoso y entendamos que, si hemos decidido que una buena parte de lo que nos define como personas - fuera de lo que somos realmente como gente - es lo que hacemos con nuestros cuerpos y nuestro sexo; en alguna parte habría que dejarse de tonterías y tener espacios para ejercitar la convivencia, sin que suenen las alarmas de una patrulla policial o el sordo ruido de un tiro bien ganado.
Total, se trata sólo de sexo…ahí nadie anda buscando otra cosa; robarse una foto, probablemente.
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