jueves, 3 de septiembre de 2009

ESTAMBUL por vez primera

A pesar del cansancio, no duermo demasiado en el vuelo de tres horas y media desde París. Me gana la ansiedad. Ha caído la noche en esta parte del mundo y lo único que deseo es bajarme de ese avión y empezar a develar misterios de Turquía. ¿Cómo será? ¿Qué olor tendrá? ¿Qué nos espera?
Vamos callados, más bien, pensativos. Rayi revisa a ratos los niveles de tranquilidad y sonríe con dulzura; en algún momento su mano acaricia mi mejilla y hace un reclamo divertido. Me da fuerza saber que está a mi lado, compañera de tantas jornadas y de tantas vidas. Poco a poco empezamos a entender que estamos juntos, cómplices desde el primer día, en este viaje imposible de definir.
Hay una larga pausa en el camino. Compartimos la comida y sentimos pasar las horas quedamente, uno junto al otro. Cierro los ojos. Ante mi, el recuerdo de todo lo vivido se llena de una nueva luz. Una breve oración de agradecimiento y estaremos aterrizando en pocos minutos.
Entramos al aeropuerto y bromeamos sobre la conveniencia de ser venezolanos, nos acabamos de ahorrar las 15 liras turcas que todos los demás pagan en las taquillas de entrada. Recogemos el equipaje y vamos, prevenidos, hacia la línea de taxis. A esa hora no hay autobuses u otro medio de transporte. Regateamos el taxi y emprendemos camino hacia el hotel. A un lado de la carretera, el Marmara nos acoge en la oscuridad de la noche, al otro lado empiezan a serpentear las murallas de la ciudad vieja y por todos lados, las luces de los incontables minaretes dan fe de la hermosura de la ciudad. Extasiado, dejo escapar un suspiro de asombro.

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