martes, 8 de septiembre de 2009

Que guarden tus ojos esa imagen







En un recodo del camino nos detenemos. Ezra nos anuncia que podemos bajar a nuestras anchas y permanecer media hora haciendo fotos o lo que queramos. Vamos hasta una especie de mirador que tiene aspecto de terraza de verano, rodeada (es una constante) por tiendas de souvenir. Nos acercamos al borde de la terraza y, sin aviso, son nuestros ojos los que agradecen esta parada. El espectáculo es sobrecogedor. Cientos de montañas se agrupan en las paredes del valle, montándose unas encima de otras hasta formar una abigarrada colmena de palomares gigantes.
En líneas casi perfectas están apareados los colores de la maravilla: Blancos, los cerros que contienen mayor concentración de aluminio. Amarillos, los que se formaron con lava de altos contenidos de azufre. Rojos, lo que almacenan hierro.
En lugares nada previsibles, hoyos, puertas, ventanas e incluso celosías. En algunos de ellos, de pronto, una iglesia da fe del fervor religioso del pueblo bizantino. Aun no hemos visto ninguna iglesia por dentro, pero la sorpresa mayor nos espera a una hora de distancia.

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