jueves, 3 de septiembre de 2009

Pabellòn del manto sagrado

Hemos caminado por las interioridades de la historia y casi sin darnos cuenta llegamos a lo que constituye uno de los lugares sagrados del mundo musulmán. El Pabellón del Manto Santo. Cinco habitaciones en las que se guardan algunas de las reliquias más sagradas del Islam y que llegaron a Turquía gracias a las conquistas de Egipto y Arabia que perpetraron los turcos bajo el mando de Selim el Severo; trofeos de guerra, pues.
Sabemos que estamos frente al manto santo porque un Santón (equivalente musulmán al beato nuestro) canta versos del Corán las 24 horas del día instalado tras un púlpito de madera bajo un calor sofocante. (O es perdonado para siempre, o Mahoma está un poco chalado). Tras de si, un vidrio de seguridad permite ver la cámara donde se guarda el manto santo que llevó el mismo Mahoma durante su estancia entre los vivos; pero el manto, lo que se llama “el manto”, no se muestra a nuestros incrédulos ojos pecadores.
Un poco más allá, una exhibición muy particular arranca risitas nuestras y miradas reprobatorias de los musulmanes que contemplan extasiados su presencia: Se trata de algunos pelos de la barba de Mahoma, un diente que juran fue suyo, una carta de su puño y letra y la impresión de su huella. Nosotros, mundanos atrevidos, no podemos menos que dudar de tanta santidad y nos permitimos la infidencia de comentarlo. Sin embargo, hemos estado cerca de Mahoma por un ratito y estoy seguro que, de saber rezar en lengua árabe, lo habríamos hecho, aunque fuera para exorcizar el pecado cometido.
Salimos convencidos de haber presenciado un acto de fe, pero no será el único. Es hora de entrar al Harem.

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